La sensación
era muy familiar quizás por haber percibido olmecas en Beijing, quizás también
por algunas similitudes en la alimentación o por algunos aspectos caóticos en
el tráfico vehicular, no lo sé. Quizás también por el caminar tranquilo de sus
gentes.
Creo que por
ello perdí el temor inicial de no comprender lo que decían, de no entender
ningún cartel en la calle, ninguna señalización, ni la carta del menú en un
restaurant, sólo sensaciones mudas guiadas por el instinto.
Supongo que
aquí todo ha sido siempre muy grande, proporcional a su población: estaciones
de trenes, puentes, el Yonghegong y sus monjes oficinistas, el Metro de
Beijing, las revoluciones, la Gran Muralla, las avenidas, la Plaza Tian’anmen,
el Yangtsé. Es por ello que la
cerámica de sus techos tocan el cielo.
La vida en las
calles es fabulosa, un hormigueo incesante, vertiginoso que se acrecienta por
las noches; los olores y el colorido del barrio musulmán de Xi’an, la densidad
de Chongqing, los grillos en concierto, los laberínticos hutongs, los
ejercicios masivos musicales de todas las edades, mientras los niños
emperadores caminan y juegan a sus anchas en este nuevo paraíso capital.
La carrera
hacia el abismo ha empezado en el pais capitalista más grande del planeta,
arrasando para nuevamente construir sobre las ruinas un futuro incierto.
Sin embargo
aún se respira un espíritu colectivo, solidario, disciplinado y al mismo tiempo
relajado, sin el stress angustioso y malhumorado que se mide en el termómetro
de las ciudades europeas: el Metro.
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